No como un juez que pesa con balanza ajena ni como el que se alza en el altar de su propia medida. Mírame como el viento mira al bosque: sin juicio, sin cadena, sin esperar que el árbol se incline ante su paso.
El Perdón
El perdón es un fuego encendido en el altar del juicio. Se pide perdón al que juzga, pero quien juzga ya no camina entre los vivos: es estatua, es piedra, es eco de un tiempo que nunca fue. En la sangre no hay jueces, solo el pulso del destino, la senda trazada por las sombras de quienes vinieron antes. Perdonar es reclamar un trono en el aire, pero el aire no sostiene coronas.
Nadie puede ser juez y parte sin romperse en dos. La balanza que mide también pesa sobre su portador, y quien se erige en tribunal es esclavo de su propio juicio. Los ojos que condenan se vuelven de sal; los labios que dictan sentencia se secan antes de pronunciar su última palabra.
La envidia
La envidia es un espejo roto en el que nadie se reconoce. Es un lago donde el reflejo se cree camino, donde el futuro deja de ser horizonte y se convierte en muro. Quien envidia no camina, sino que se aferra a una sombra, olvidando que las sombras solo existen por la luz que las proyecta.
No me mires desde arriba
Mírame con buenos ojos. No me peses ni me midas, no me pongas por encima ni por debajo. No soy el sol que te quema ni la roca que te tropieza.
No me mires desde abajo
No eres mi norte ni mi destino, ni yo el tuyo. Seamos dos brasas en la misma hoguera, dos hojas en el mismo viento, dos caminos que no se cruzan pero tampoco se pierden.
Antes, los ancianos decían: "Bendíceme", y no pedían otra cosa que el decirse bien. Ahora, decimos: "Mírame con buenos ojos", pues la mirada es un conjuro, un hilo que une o desata, una puerta que abre o cierra el alma del errante.
Y en ese mirar se cifra el destino de todo aquel que camina entre el polvo y la estrella.