Una noche oscura y serena, viajé con mis hijos a San Cristóbal, un pequeño pueblo a pocos minutos de aquí, donde mi infancia y adolescencia quedaron atrapadas en el tiempo. La razón de nuestro viaje fue la fiesta patronal, un evento que atraía a muchos, pero que yo había evitado por años. Mi esposa, con su dulce insistencia, me convenció de llevar a los niños, a pesar de la sombra que siempre había caído sobre mis recuerdos de aquel lugar.
Al regresar, mientras arropaba a mis hijos, uno de ellos, con la voz tenue del sueño, me dijo: "Papá, algunos niños me dijeron que antes, allí, se veía a un lobizón. Dicen que vagaba por los campos y caminos en noches de luna llena."
Le sonreí, con esa mezcla de ternura y escepticismo que solo los padres conocen. "Son cuentos de pueblo", le respondí, intentando disipar sus miedos infantiles.
"Uno de los niños dijo que su abuela lo vio en persona... que lo tuvo frente a ella y le echó un 'bendito'."
Mi sonrisa se tornó irónica. "Siempre hay alguien que asegura haber visto algo. Pero tranquilo, hijo, los lobizones no existen."
Aunque nací en la ciudad, mis primeros años fueron en ese pueblo. Era un rincón donde los ecos de la campiña friulana parecían haber sido trasplantados, con sus tradiciones y sus historias. Las leyendas, cargadas de misterio, fluían entre las calles como la bruma en las madrugadas. Los niños las repetían en las noches frías, cuando el viento susurraba secretos al oído.
Una historia destacaba entre todas. La de don Paduán, un hombre del que decían trataba con el mismo demonio. Se rumoreaba que en noches de luna llena, se transformaba en una bestia colosal, corriendo desquiciado bajo la luz pálida, sus narices echando humo y fuego. Siempre había un pariente de un pariente que juraba haberlo visto.
El tiempo pasó, y con él mi infancia se desvaneció como un suspiro en la noche. Mi juventud llegó con la promesa de nuevos descubrimientos, pero también con una soledad que abrazaba como un manto de sombras. Fue en esos años cuando experimenté mi primer viaje astral. Me vi a mí mismo corriendo entre los árboles, con la luna llena observándome desde arriba, tan vívida que podía sentir su fría luz acariciando mi piel.
Días después, en un viaje a la granja, reconocí el lugar de mi sueño. Los árboles, las ramas, todo estaba allí, tal y como lo había visto en mi visión. La fascinación me invadió. ¿Cómo era posible que hubiera estado allí antes... en sueños?
Así comenzó mi ritual. Cada noche de luna llena, volvía a ese lugar. La luna me esperaba, siempre igual, siempre distinta. Corríamos juntos por los campos, bajo su luz mágica que transformaba el paisaje en un reino de sombras y plata. Era un juego eterno, un baile entre lo real y lo onírico, entre el deseo y la locura.
El tiempo pasó, y mi obsesión creció. Ya no quería regresar al pueblo, prefería quedarme allí, bajo el hechizo de la luna. Sentía que su luz me invadía, que corría por mis venas. En una de esas noches, mientras regresaba a casa, la velocidad me dominó. Saltaba los cercos como un animal enloquecido, mi respiración se volvió un resuello, y mi cuerpo parecía estallar en energía.
Al llegar a casa, vi a mi vecina afuera. Su rostro se deformó en una mueca de horror al verme. Se santiguaba una y otra vez, como si quisiera alejar algún mal. No entendí lo que veía en mí, pero el miedo se apoderó de ambos.
Después de esa noche, dejé de buscar a la luna. Nos mudamos a la ciudad, y los campos quedaron atrás, junto con mis noches de locura. Sin embargo, cada vez que miro al cielo y veo su luz pálida, recuerdo aquellos tiempos.
Esa noche, volví al lado de mi hijo, ya dormido, y le susurré al oído: "No sé si existen los lobizones, pero sé que existen hombres enamorados de la luna."